La presión familiar distanció el amor de dos escolares gays. Treinta y dos años después se reencuentran en una estación de metro, pero todo ha cambiado. Hay hijos y matrimonios en sus historias. Esta la trama de un cuento enviado a OpusGay por una de nuestras lectoras.
Por Marcia Alvarez
Juan Pablo salió de la casa de su hija con una sensación desganada, mezcla de alivio y tristeza. La confesión sobre su primer amor a su hija lo había agotado. O quizás había removido demasiadas cosas dentro de sí.
Se desconoció: ni siquiera sabía para qué le había contado toda esa torpe historia ni porqué. Su hija conocía de sobra su vida. ¿A qué venía ahora desenterrar todo aquello?.
Las horas en el trabajo se le hicieron tediosas, insípidas. Autómata solitario, memoria abierta, desgana general. Al contrario que otros días, en cuanto llegó su hora de salida, escapó hacia la calle con gesto cansino. La noche lo había envejecido.
Caminó hacia la estación del metro y bajó las escaleras sin pensar en nada. Los recuerdos estaban demasiado cerca.
Había poca gente en la estación. Una mujer con un chaquetón demasiado caluroso para la fecha. Un joven con un skateboard. Un oficinista de corbata y maletín sentado en los bancos de espera. A su lado, molesto por la luz del fluorescente de un anuncio de cervezas, un hombre delgado se levantó y caminó hacia el andén. Juan Pablo lo miró con la incredulidad con que se mira un espejismo.
-¿Nano Sepúlveda?, susurró.
El hombre se volvió sereno, cansado. Con una sonrisa traviesa, dijo:
-Fui Nano Sepúlveda alguna vez. ¿Quién&?
Ojos abiertos, sonrisa truncada a medio camino, cara de asombro. El tal Nano Sepúlveda lo había reconocido en el acto.
–Juan Pablo Cox – dijo, en un murmullo.
Su voz, cansina y rasposa seguía siendo la misma. Un poco más rasposa, seguramente por el cigarrillo. El Nano de entonces ya fumaba demasiado
–Juan Pablo& y abrazo inmediato, brusco, fraterno. Tumbado en la alfombra junto a su hija, hacía solo unas horas, jamás habría podido soñar algo tan bello
–Juan Pablo Cox. Estás& Estás& Estás&. ¡La verdad es que estás estupendo! ¿Cuántos años&.?
– Treinta y dos.
–Muchos. Sonrisa amplia, feliz
–Juan Pablo , esto es prodigioso.
Y Juan Pablo, que ha aprendido mucho de prodigios en una solo día, sólo puede murmurar:
-Sí
Delgado, con sus inmensos ojos verdes, sus facciones finas y su rostro singularmente extraño, Fernando seguía siendo el mismo. Más pálido, quizás, más envejecido. Pero el mismo
– No me creerás, pero estuve toda la mañana hablando de ti.
-¿De mí? Qué extraño tema. ¿Por qué?
-Le contaba a mi hija sobre ti.
-¿Tienes una hija? Espera, creo que me he perdido demasiado. ¿Tienes tiempo que te sobre, algo así como ocho horas? Necesito ponerme al día.
Juan Pablo se rió. El día no podía haber sido más perfecto.
-Iba a comer solo; mi hija va a ir a buscar a su esposo a la estación y se iban a cenar por ahí.
-¿Tienes una hija que ya tiene esposo? . Suspiro. Vamos, te invito a comer. Espera un segundo, necesito beber algo, la impresión me ha dejado seco. ¿Quieres?
Juan Pablo negó con la cabeza. Sepúlveda sacó unas monedas del bolsillo y compró una Cola-cola en la máquina dispensadora. El sonido de la lata al abrirse hizo despertarse a Juan Pablo de su ensoñación. No era un espejismo: ante él, con su pelo escaso y ceniciento, los pómulos huesudos y voz sensual, Fernando Sepúlveda sonreía.
Caminaron hacia la salida, subiendo las escaleras en silencio, mientras Sepúlveda bebía su bebida y Juan Pablo analizaba el milagro esperado por más de treinta años.
El paso de Sepúlveda era rápido y Juan Pablo se adaptó a él con una cadencia extraña, mientras intentaba recordar algún momento de caminata antiguo y comparar la forma de andar, el paso acelerado, la forma indolentemente deliciosa con que su recién encontrado amigo bebía de la lata mientras andaba. La comparación constante lo asustó.
¿Qué sabía del famoso abogado que caminaba junto a él, fanfarrón y seguro, cargando un portadocumentos que recién ahora veía? ¿Renegaría de su pasado adolescente, dándole diez mil explicaciones sobre los cambios hormonales, la confusión de roles durante la adolescencia, la búsqueda desesperada de la identidad sexual que conducía a mil errores y otras cosas de niños? ¿O sería de los que, súbitamente, sufren una amnesia oportuna que borra sólo los momentos más vergonzosos de su vida? ¿Sería capaz de negar algo? ¿O, por el contrario, sería de los ególatras que ansían seguir siendo deseables y que buscan en el recuerdo un momento de pasión gratuita?
La perplejidad lo cansó. Odiaba las mentiras. Supuso que cuanto antes aclarara ese punto, antes desenmascararía a su amigo. A pesar de ello, el primer paso lo dio el otro.
-¿Qué le contabas de mí?
-¿A mi hija? Todo. Le hablé de cuando nos conocimos. Cómo me sedujiste- Sonrisa.
-Te seduje& Cinismo de uno, desilusión del otro.
-¿No lo recuerdas?. La sorpresa de Fernando ante la pregunta pareció sincera.
-No, me acuerdo perfectamente& Estaba acordándome de cómo fue. Qué bueno que tengas reciente la historia completa, no te costará mucho contármela a mí ahora.
-Has olvidado cosas. Fernando arrojó la lata a una papelera y esbozó una sonrisa indescifrable.
-Recuerdo cada detalle, pero ignoro qué pasó contigo después. Vamos, entremos aquí, yo invito.
Mesas diseminadas bajo una luz radiante proveniente de una claraboya en el techo. A pesar de ser un fanático de los restaurantes, Juan Pablo jamás había entrado en ése. La elegancia de la decoración lo reconfortó.
Sepúlveda ordenó por los dos con una confianza perfecta. Al igual que a los dieciséis años, seguía siendo un líder. Conocedor de su carrera profesional, a su amigo no le sorprendió. Le bastaba con observarlo.
–Un brindis por los viejos amigos que se reencuentran, dijo, alzando un vermut sin aceituna.
–Un brindis por los de entonces que ya no son los mismos. Fernando no respondió, limitándose a chocar el vaso con un tintineo suave.
-Cuenta. ¿Qué hiciste después de Argentina?
-¿Cómo sabes que estuve en Argentina?. Sonrisa animada y confiable. Encogimiento de hombros. Risa franca. Fernando seguía siendo el mismo.
-Viajé a buscarte. Llegué a las puertas de tu internado. No me dejaron verte y volví con la cola entre las piernas. Me encerré en mi pieza a llorar una semana completa. Cuando salí, intenté viajar de nuevo, pero mis padres lo impidieron. Volví al redil como un cobarde y nunca más dejé que me llamaran Nano. ¿Qué pasó contigo?
-¿Viajaste a Argentina a buscarme al internado?. Sonrisa tímida, sonrojada y sorbo de vino tinto que borra de sus labios la dulzura del vermut y el rubor de la sonrisa. –Sigue contando.
-No, quiero oír tu historia.
-No, sigue contando.
–Vamos, llevo treinta y dos años esperando para saber qué fue de ti en estos años.
–Dijiste que teníamos ocho horas, quiero escucharte. Fernando suspiró, dejando el tenedor sobre el plato.
–Seguí estudiando, en el intertanto me casé, deseando tener hijos para criarlos como creía que había que criar a un hijo. La segunda pérdida de ella rompió nuestro matrimonio. Me dediqué al trabajo, me enamoré mil veces, ninguna sirvió. A mi última pareja, a quien sí amé de verdad, no le serví yo. Ya se me había olvidado ser correcto. Eso es todo.
–Te he visto en televisión.
–Ése es mi doble, lo llevo en el portadocumentos, desinflado. Juan Pablo se rió
–En serio, ése es correcto, luchador, valiente. El otro es lo que queda de muchos años de agotamiento. Te toca a ti.
–Mi historia es similar. Para alejarme de las “perversiones”, mis padres me enviaron a un internado de curas degenerados, corruptos y pederastas, que dejé antes del año. Me enviaron a estudiar a Buenos Aires, me dirigieron la vida y lo acepté. Me casaron con la hija de un militar. No eran épocas para negarse y los dos acatamos como corderos. Nos separamos a los dos años, en buenos términos. Deambulé entre trabajos espléndidos y pasiones pésimamente mal planteadas que no me aportaron nada. Mi relación más estable fue de seis años y me dejó por un alumno común. Ahora vivo solo, y tengo una hija de veinticinco años que estudia astronomía en Buenos Aires y pasa temporadas conmigo, alegrándome la vida. Eso es todo.
-¿Cuándo volviste?
-Hace cuatro años.
-¿Y siempre has vivido en Santiago?
-Sí.
-Y jamás nos encontramos.
-Tampoco te busqué, a pesar de que te veía en la tele. Pensé que &
-Que me daría vergüenza acordarme de ti. La honestidad de Fernando hace una grieta en la seriedad de Juan Pablo, quien sonríe abiertamente por primera vez.
-Sí. Último jugueteo de Sepúlveda con el tenedor sobre el plato. Sin levantar la mirada, llenó de nuevo las dos copas.
-Empecemos a hablar en serio, Juan Pablo. Odio los circunloquios.
-¿A qué le llamas circunloquios?. Fernando levantó la copa. Su sonrisa no podía ser más sublime.
-Un brindis por los viejos amantes que se reencuentran. Juan Pablo se sonrojó: a pesar de todo, no esperaba esa confianza.
–Un brindis por los viejos amantes que se reencuentran. Tintineo de copas.
-Bien, ahora cuéntame tu historia de nuevo.
Juan Pablo suspiró y comenzó a hablar.
Después de que se descubriera en el liceo nuestra relación, mis padres me enviaron a Argentina, al internado, eso lo sabes. En el internado, sólo alcancé a terminar el curso. Estaba furioso con mi familia, aunque acataba todo, ya sabes que le tenía pánico a mi padre. Le conté las atrocidades que vi dentro y me envió a Buenos Aires. Pasé a la Universidad, a estudiar Física Nuclear, y terminé la carrera en tiempo récord. Al terminar la carrera, mis padres decidieron que debía casarme, para espantar viejos fantasmas sodomitas y eligieron, como ya te comenté, a la hija de un militar en un matrimonio acordado entre los padres. Nos vendieron. La primera vez que nos dejaron solos, le conté la verdad y ella me contó la suya: enamorada de un activista de izquierdas, su familia la obligaba a casarse conmigo por la fortuna familiar mía y para alejarla de él. En caso de que no aceptara, las consecuencias las pagaría él. Era una época en la que amenazar era muy fácil y cumplir las amenazas, aún más. Aceptamos nuestro matrimonio por conveniencia: ella viviría su amor utilizando la pantalla del matrimonio y yo podría hacer lo que quisiera. Ese pacto tendría que durar hasta que las cosas se calmaran y su relación pudiera legitimarse. La mía no era conflictiva, ya que sólo me dedicaba a tímidas y fugaces incursiones en un mundillo homosexual que me aterraba y me atraía por igual. Una noche en la que ambos llegamos temprano al departamento, cansados de nuestra propia cobardía, exorcizamos en vino blanco nuestra rabia de tres años y consumamos nuestro matrimonio por primera y única vez. Daniela, mi esposa, quedó embarazada. En cuanto nació Julia, nuestra hija, nos separamos. Ninguno de los dos habría soportado criar a la niña en nuestra mentira. Ella se fue con su pareja, con quien vive hasta ahora, y con la niña. Yo vivía a pocas cuadras, así que jamás fui un padre ausente. La niña supo la verdad desde el primer día. Ella es mi confidente, mi mayor amor, mi mejor amiga. Con el tiempo, aparte de trabajar en una planta de energía nuclear, comencé a dar clases en la universidad. Me enamoré de un compañero ocho años mayor y comenzamos a vivir juntos. La mentira continuó. Llegábamos a la misma universidad en autos distintos, nos esquivábamos por los pasillos, nos tratábamos de usted. Fue un proceso doloroso para mí. Si bien mi hija y Daniela sabían la verdad, la doble vida me agotó. Cuando intenté plantear esto, él se fue con un alumno de tercer curso, haciendo un alarde de mariconería impresionante, luchando por su identidad y su respeto como jamás luchó por nosotros. Me sentí imbécil. Seguramente lo fui. Ahí dejé el país y me vine trasladado acá. Mis aventuras en Chile han sido clamorosas en lo económico y patéticas en lo personal, pero me siento tranquilo. Al menos, he logrado eso. Una felicidad basada en la tranquilidad, en mi hija, en mi casa, en mi profesión y mi holgura económica. Una vida un poco plana, pero relajada.
-Entonces estás solo…
-Sí. No he sabido ser valiente.
-Al contrario, creo que lo has sido mucho.
-Dime, ¿tus padres…?
-Murieron los dos. Mi madre murió cuando tenía veinte años; mi padre, hace sólo un par.
-Lo siento. Apreciaba mucho a tu madre.
-Sí, era una gran mujer, jamás juzgaba.
-¿Y tú, Nano? ¿Qué ha sido de ti?.
-Ya te lo conté, no hay mucho más. Tras mi ruptura matrimonial, tuve varias parejas de corta temporada. Me acostumbré al juego de la libertad y del cambio de pareja cada vez que me aburría. Me enamoré de un colega y dejé de ocultarme, pero no dejé mi vida anterior y eso rompió la relación. Eso es todo. Mi trabajo me llena, hay muchas cosas que hacer, y ahora que me acerco a los cincuenta, realmente no me planteo nada a nivel personal. Ya no espero nada.
-Mmmh.
-¿Qué quiere decir ese “Mmmh”?
-Nada, pensaba.
-¿En qué?
-Nos cagaron la vida, ¿verdad?
Nano elevó la copa nuevamente.
-Quizás. Pero nosotros lo permitimos.
-La culpa fue mía.
-¿Tuya? ¡Qué extraña idea!
-No. Yo fui el que se fue, tú permaneciste en la misma casa, eras fácil de localizar. Tenía que haberte buscado.
-¿Por qué no lo hiciste?
-Tenía miedo.
-Entonces ya no importa. Juan Pablo, lo nuestro fue un affaire de colegiales. Nos ayudó para descubrir nuestra identidad sexual, y si no supimos afrontarla, no busques más culpables que este par de idiotas. Yo ya tenía experiencia sexual cuando te conocí, lo sabes, y me odié años por haberte llevado por este camino y no haberte dado la oportunidad de elegir.
-Elegí cuando me enamoré de ti.
-Enamorarse es pasajero, Juan Pablo. Me puedo enamorar de una persona que pasa por la calle, de una mirada, hasta de un actor de cine. El enamoramiento pasa. Yo te amaba, que es distinto. Pero el amor es egoísta y quizás torcí tu camino.
-No fue así y lo sabes.
-Bueno, tú te culpas por no buscarme; déjame culparme por haberte arruinado la vida.
-No seas duro.
-Empezaste tú echándote la culpa. No busquemos culpables, Juan Pablo. Ya no. No tiene sentido. ¿Qué pensaste al verme? ¿Qué me avergonzaría y me haría el loco?
-Honestamente, sí.
-Yo pensé lo mismo de ti, hasta que hablaste de la seducción. Ahí pensé que me culparías por todo lo que has vivido. Como ves, seguimos viviendo perseguidos, como cuando nos besábamos a escondidas en el baño del liceo.
-Mmmh.
-¿Por qué me detuviste?
-Me gustó verte, acababa de hablar de ti, parecías la respuesta a una plegaria.
-¿Y lo fui?
-Creo que sí. Me has ayudado en este corto rato a limpiar muchas cosas.
-Yo las limpié hace tiempo, Juan Pablo. Ahora sólo me queda vivir. El pasado ya está dentro de nosotros, ya forma parte de nosotros. No hace falta que te quedes mirándolo constantemente, lo llevas contigo, así que déjalo ahí, de la misma manera que no te pasas la vida pendiente de tu hígado, de tu risa o de tus uñas. Están ahí y estarán allí siempre.
-Mmmh.
-Déjate de gruñir como si estuvieras oyendo algo inteligente. Soy Nano, el que te copiaba los apuntes de matemáticas en la mañana y te hacía el amor en las tardes. Antes no me encontrabas la razón en todo.
-Ojalá lo hubiera hecho.
-Te estás deprimiendo y no era ésa la idea. Mira, ya me he fumado media cajetilla y me he tomado todo el vino y aún no entiendo nada. Quizás no había nada que entender y sólo teníamos que disfrutar el encuentro. Quizás teníamos que habernos saludado y haber seguido de largo. O quizás debería agarrarte y llevarte al primer motel que encuentre. O quizás debería desinflar al Fernando Sepúlveda que llevo en el maletín, él siempre sabe qué hacer.
-Estás incómodo y te quieres ir.
-No, estoy demasiado cómodo, y por eso me quiero ir. Toma, te dejo mi tarjeta. Te mato si la tiras a la basura en cuanto me vaya. Llámame mañana, estoy muy desorientado aún y sigo con la boca seca. ¿Lo harás?
-No lo sé.
-Hazlo. No estoy enojado ni avergonzado, sólo necesito pensar. Hace tiempo que dejé de pensar en el pasado y este golpe de pasado tan repentino me ha desorientado. Por favor, llámame. Me lo debes.
-Eso es manipulación.
Nano sonrió.
-Por supuesto. Me acabas de devolver mi identidad. Vuelvo a ser Nano tras treinta y dos años. Déjame pensar qué significa eso y sabré si darte las gracias u odiarte. ¿Te la juegas?
Juan Pablo sonrió con él.
-Sí.
Sepúlveda se levantó con un guiño. Anotó con letra picuda su celular en el reverso de la tarjeta y se la entregó. Le tendió una mano cálida y dejó un par de billetes grandes sobre la mesa. Caminó hacia la puerta. Al llegar a ella, se volvió.
-¿Tomas siempre ese metro?
-Todos los días.
-Bueno, si no me llamas, ya sabré dónde buscarte. Volvió a sonreír y se fue.
Juan Pablo miró la tarjeta, dudando entre romperla y guardarla. La metió en su billetera.
Pensó en su hija, en su conversación de la mañana, en lo recién hablado, en la vida entera.
Se levantó, repentinamente más liviano, repentinamente más viejo. Sacó la tarjeta y la releyó. Buscó su celular en el bolsillo, marcando el número sin prisa.
-Vuelve, idiota. El metro está peligroso a esta hora, te llevo en taxi a donde quieras.
-La risa de Nano terminó por devolverle los treinta y dos años perdidos.