Discurso expuesto en la Iglesia de San Francisco en mayo pasado, en el marco de una ceremonia ecuménica que recordó a las personas que han fallecido por el VIH/SIDA.
*Por Juan Cornejo E.
1 de junio, 2003 (OpusGay).- Al recordar a nuestros familiares, amigos, conocidos y parejas que han fallecido a consecuencia del VIH/SIDA, la comunidad cristiana ecuménica gay – lésbica (CEGAL) quiere compartir algunas reflexiones.
En primer lugar queremos destacar que esta ceremonia cobra sentido no sólo por el recuerdo de todos aquellos que en todo el mundo han muerto a consecuencia del VIH/SIDA, sino especialmente porque celebramos también la resurrección del Señor, es decir, el triunfo de Jesús sobre la muerte. Triunfo que es también nuestro triunfo y nuestra esperanza.
La muerte, el sin sentido, ya no tienen la última palabra. La muerte ya no es el fin sino el paso a la vida eterna. En este sentido, los que ya han partido, y que recordamos en esta noche, simplemente nos han antecedido en aquello que todos algún día esperamos compartir.
Considerando que la resurrección como todas las realidades escatológicas se hace ya presente desde ahora en nuestra realidad inmediata, quisiéramos destacar otro motivo de alegría y esperanza, que nos hacen creer que una tierra y un cielo nuevo han de venir.
Es la solidaridad que ha despertado, tanto en creyentes como en no creyentes, las devastadoras consecuencias de la enfermedad. No son pocas las organizaciones que en nuestro país se ocupan de prevenir, acompañar y asistir a aquellas personas que viven con el VIH/SIDA. Entre todas estas, queremos destacar, de modo especial, a aquellas que se ocupan del cuidado de los niños que viven con el VIH/SIDA, porque visibilizan la apuesta por la vida y la esperanza de que es posible vencer la enfermedad.
Sin lugar a dudas toda esa solidaridad es ya anticipo del Reino de Dios que vendrá, pues, más allá de dolor que suscita el VIH/SIDA; tanto en aquellos a quienes afecta, cuanto en sus familiares, amigos o parejas; hemos de recordar que Dios siempre saca un bien de aquello que en algún momento consideramos un mal.
Dicho en otros términos, tanta solidaridad, que es ya signo visible de la resurrección del Señor, no sería posible si Dios no nos hubiese permitido captar el significado más profundo de esta enfermedad que a simple vista nos parece catastrófica, pero que desde la óptica de Dios es la oportunidad (…) de reencontrarse con el Señor de la vida a través de la resignificación de sus propias vidas..
Quisiéramos señalar que no hay resurrección sin cruz. Ella de algún modo representa el dolor, la frustración y la muerte a la que aún estamos sometidos. No obstante, ella también representa el triunfo sobre ese mismo dolor, frustración y muerte. Es decir, estas realidades humanas, aparentemente conclusivas y definitivas, no son más que la antesala de aquello que si es definitivo, cual es el triunfo de Jesús sobre la muerte, y en ese triunfo nuestra propia esperanza de resurrección.
De allí que la resurrección del Señor sea luz en medio de un mundo en que predomina la apatía, la indiferencia y la desesperanza; pero también fuerza para seguir luchando y creyendo que otro mundo es posible. Mundo en el que la solidaridad, la justicia, la paz, la justicia social y el respeto a las diferencias son la tónica. Mundo que es al mismo tiempo esperanza y desafío de construcción, no sólo de los creyentes, sino de todos los hombres y mujeres de buena voluntad.
En el recuerdo que hacemos de aquellos que ya han partido no podemos dejar de mencionar que ellos no fueron sólo personas que vivieron con el VIH/SIDA, como si eso hubiese sido su única identidad, sino también personas que creyeron, sufrieron, lucharon, amaron, se ilusionaron& Personas que en toda la grandeza y limitaciones de su humanidad supieron de la belleza y miserias de la vida. Es por eso que en esta noche queremos recordarlos en su integridad de personas, sin restricciones de ninguna especie.
“INCOMPRENSION DE LAS IGLESIAS”
Considerando que la mayoría de quienes recordamos en esta noche fueron homosexuales no podemos dejar de hacer mención de la discriminación social y familiar de que muchos fueron víctima, tanto por ser personas que vivieron con el VIH/SIDA cuanto por su homosexualidad. Discriminación que aún sufren muchos y muchas por el sólo hecho de tener una orientación sexual distinta a la de la mayoría. Discriminación que debería escandalizar nuestras conciencias e inspirarnos en la promoción de una sociedad más tolerante y respetuosa de las diferencias; en una palabra una sociedad más humana, y porque no decirlo una sociedad auténticamente cristiana.
En la denuncia de la discriminación no podemos dejar de mencionar la incomprensión de las propias iglesias cristianas y de otras denominaciones religiosas no cristianas. No faltaron aquellos predicadores de la intolerancia que vieron en estas personas no al Cristo sufriente, sino a pecadores que estaban sufriendo en sus cuerpos las consecuencias de su desviación y perversión. Para éstos la llamada “peste rosa” no era más que el justo castigo de Dios a tanta permisividad.
A todos estos maestros de la intolerancia les queremos recordar que su actitud lejos de responder al espíritu evangélico reproduce idénticamente aquella actitud que tan vehementemente denunció Jesús, cual era la idea de que quien padece una enfermedad la padecía en razón de sus pecados personales o de sus antepasados.
Es más, Jesús no se conformó con denunciar este fariseísmo tan difundido en el contexto religioso de su tiempo, sino que él mismo asumió, con su muerte de cruz, el sufrimiento, la deshonra y la humillación de todos los excluidos de la historia, de modo de reivindicar al inocente, al justo y a los “chivos expiatorios” que genera la sociedad y la cultura de un momento determinado de la historia.
De allí, que motivados en esta certeza sostengamos con firmeza que el VIH/SIDA no es un castigo de Dios, sino muy por el contrario, la oportunidad de hacer presente, ya desde ahora, en medio de este mundo los valores del Reino de Dios a través de la solidaridad hacia quienes viven con el VIH/SIDA. Es por ello que todas estas personas solidarias a lo largo de todo el mundo pueden ser llamadas en propiedad hombres y mujeres de Dios, signos visibles de su amor por la humanidad.
No podemos dejar de denunciar también la homofobia instalada en el seno de nuestra sociedad y también de muchas de nuestras iglesias y denominaciones religiosas no cristianas. No son pocos los y las jóvenes que han sido expulsados de sus comunidades religiosas por el simple hecho de tener una orientación distinta a la de la mayoría. De hecho, muchas de las personas que recordamos esta noche fueron objeto de esta violencia religiosa.
No deja de ser curioso, igualmente, que todos los regímenes sociopolíticos autoritarios hayan perseguido y llegado inclusive al exterminio físico de homosexuales. No podemos dejar de mencionar los tristemente celebres campos de concentración nazi y stalinistas, donde muchos mártires homosexuales fueron masacrados.
Nuestro país, infelizmente, durante las primeras décadas del siglo XX tampoco estuvo ajeno de tales prácticas criminales. En todos estos casos, el amor entre personas del mismo sexo, ese “amor que no osa decir su nombre”, parafraseando a Oscar Wilde, parece haber sido el elemento gatillante de tanto desvarío. Pereciera que el amor homosexual resulta siempre sedicioso, y no podía ser de otro modo, ya que este amor, como cualquier otro amor gratuito y descentrado de sí mismo, es siempre expresión del amor de Dios.
Es en razón de lo anterior e inspirados en nuestras convicciones religiosas y apremios de conciencia, que sotenemos con firmeza que ni la homosexualidad es pecado, como pretenden muchos “religiosos”, apoyados en una interpretación sesgada y tendenciosa de la Biblia; ni los homosexuales son pecadores en razón de su orientación.
Dios no hace distinción de personas. No distingue entre homosexuales y heterosexuales; como tampoco lo hacía, como afirma el apóstol Pablo entre esclavos y libres, entre hombres y mujeres. Todos estamos llamados a la santidad. Y es esa interpelación la que debe orientar nuestras vidas y no nuestra orientación sexual, pues, no es la homosexualidad o heterosexualidad la que nos exime o impone el cumplimiento de ciertos principios éticos y morales, sino nuestra condición de hijos e hijas de Dios.
De allí, que toda y cualquier práctica religiosa o terapéutica tendiente a “sanar” o “convertir” homosexuales en heterosexuales, no sólo resulte atentatoria a la dignidad de la persona humana, sino también improcedente desde el punto de vista profesional y pecaminosa desde el punto de vista religioso. No es la homosexualidad lo que es pecado, sino la homofobia instalada en nuestra sociedad, instituciones y aún en nosotros mismos.
De allí, que la resurrección del Señor, de la cual nos alegrábamos al inicio de esta reflexión, represente también el triunfo de la tolerancia y el respeto a la diferencia sobre la homofobia; de la gratuidad sobre el egoísmo.
Finalmente, vaya nuestro último pensamiento hacia todos esos hermanos y hermanas nuestros que ya partieron a la casa del Padre/Madre. Les queremos decir que sus muertes no han sido en vano, ellas son para nosotros semillas de resurrección y liberación.
* Presidente Comunidad Cristiana Ecuménica Gay – Lésbica (Cegal)