La Asociación Chilena de Organismos no Gubernamentales, Acción, se manifiesta en esta columna a favor de ley antidiscriminatoria y rechaza la presión de grupos religiosos en contra de la aprobación de esta norma.
Por Alvaro Ramis*
La aprobación de una ley contra la discriminación, como la que se tramita actualmente en el Congreso, debería ser un motivo de orgullo y alegría compartidos por toda la ciudadanía.
Debería movilizar activamente a todos: laicos y creyentes, jóvenes y viejos, conservadores y liberales.
Sin embargo, el curso del debate ha revelado la hipocresía de algunos sectores religiosos que aspiran a un mayor reconocimiento social en el país, pero no están dispuestos a que ese proceso de dignificación alcance al país en su conjunto, sin distinción. Aspiran a una ley que les preserve a si mismos de la discriminación, pero que les garantice discriminar impunemente a los demás.
Es incomprensible que los mayores obstáculos y reservas ante una ley que permite detener la violencia contra los migrantes, los pueblos indígenas, los jóvenes, las mujeres, los ancianos, los pobres, y los excluidos provenga de un sector fundamentalista, que se arroga la representatividad de todas las Iglesias Evangélicas.
Esta situación sólo se puede explicar por la voluntad de un grupo de líderes eclesiales que ha olvidado poner el bien común por sobre sus miedos, prejuicios e intereses particulares.
No es posible seguir tolerando, que en nombre de la libertad religiosa algunos pastores utilicen su rol para fomentar el odio y la violencia, en especial contra personas que consideren pecadoras, como homosexuales u otros colectivos sociales . No es posible que la legislación chilena avale o justifique este tipo de prácticas.
Aunque una iglesia o culto considere en su doctrina que la homosexualidad es un pecado o que las prostitutas son impuras o que los otros grupos religiosos están en el error y son despreciables, el Estado no puede tolerar que esta convicción particular se traduzca en prácticas violentas o atentatorias de los derechos de un sector de la población.
Si eso se permite, deberíamos aceptar que en el futuro volviéramos a tener cementerios exclusivos para los ciudadanos de un credo religioso, o la instauración de “religiones de Estado”, como conoció nuestro país hasta la promulgación de la Constitución de 1925.
Esta polémica obliga a recordar la pregunta que Alain Touraine lanzó hace algunos años: ¿Podemos vivir juntos? ¿Basta para ello decir que pertenecemos a la misma sociedad o la misma cultura?. Creo que sólo podemos vivir juntos si aceptamos que todos somos simultáneamente iguales y diversos. Y por ello, si debemos compartir un mismo país es necesario que todos seamos capaces de poner nuestras identidades en tensión creativa, con el fin de preservar y ampliar las libertades personales y colectivas que nos permitan hacer de Chile una verdadera sociedad democrática.
*Presidente de la Asociación Chilena de Organismos No Gubernamentales ACCIÓN AG