*Por Carolina Moreno Bravo
14 de mayo, 2005 (OpusGay).- En Chile existen más de 80 mil organizaciones y el 55% las personas declaran participar en ellas. Sin embargo, a la hora de evaluar la influencia pública que tienen éstas en la vida nacional, dicha fuerza asociativa se desvanece en el aire. Según el último `’Informe Nacional de Desarrollo Humano 2004, El poder: ¿para qué y para quién?”, las personas evalúan que las organizaciones sociales son las que poseen menos influencia en la vida cotidiana y no las identifican como una fuente de respaldo. Por tanto, no las consideran como un mecanismo efectivo para influir en quienes toman las decisiones. En este ámbito llevan la delantera los medios de comunicación y el envío de cartas a las autoridades.
No cabe duda que las organizaciones son un tejido social fundamental para difundir valores como la convivencia social, solidaridad y respeto a las personas. No obstante, al parecer, este quehacer es condición necesaria, pero no suficiente para equilibrar el poder en la sociedad y que la democratización del país avance.
La pregunta sería entonces ¿por qué la existencia de esta asociatividad no se traduce en organizaciones con influencia social?
Para responder esta pregunta tenemos que indagar por lo menos en tres niveles: el primero, es establecer cuál es el sentido que le asignan las personas a la participación; segundo, qué tipo de organizaciones existen actualmente en Chile, principalmente aquellas que tienen alguna capacidad de incidencia pública; y por último, cuáles son las condiciones institucionales que enmarcan la acción colectiva de las personas.
Si vemos las cifras del Informe del PNUD 2004, un bajo porcentaje de la población ha realizado acciones destinadas a proteger y hacer respetar sus derechos (23%). La mayor parte de las personas entienden la participación como una acción comunitaria-solidaria y no realizan acciones, individuales o colectivas, de defensa de derechos (44%). Es más, el 33% de las personas están completamente marginadas de cualquier tipo de participación. El punto es que la acción social se traduzca en exigencia hacia lo público, en organizaciones y personas capaces de articular, defender, influir y movilizar sus intereses para vigorizar el sistema democrático. Las cifras no están respaldando el desarrollo de una acción enfocada a esto.
Por otro lado, es necesario considerar y valorar la existencia de nuevos tipos de organizaciones cuya acción obedece a ámbitos de desarrollo específico, propios de una sociedad multicéntrica. El Estado ha dejado de ser el único interlocutor donde ir a reclamar y defender derechos. Ahora existen una serie de otras organizaciones, entre ellas, las de la sociedad civil para lograr esos fines. Algunas tienen mayor éxito en defender sus intereses específicos porque han generado nuevas estrategias de desarrollo, como son las alianzas estratégicas con medios de comunicación. Tal es el caso del MOVILH o Un Techo para Chile. Sin embargo, la gran mayoría no han podido configurarse en interlocutores válidos con influencia pública, lo que debilita aún más el poder de las personas.
Pero la participación y la defensa de derechos no surgen espontáneamente. Es necesario que se genere un marco normativo adecuado a las nuevas dinámicas organizacionales de la sociedad civil. Es por esto que una pregunta clave es si ¿existen los mecanismos adecuados para que la gente defienda sus derechos, controle a sus autoridades y pueda influir en las decisiones? ¿El tipo de institucionalidad, por ejemplo la ley en torno a la participación, es la adecuada para cumplir ese objetivo?
Atendiendo sólo a este punto, podemos decir que la legislación en torno a la participación entiende a la sociedad actual como un conjunto de estamentos que están bajo la tutela del Estado. Se trata de una legislación arcaica, que no da cuenta de este nuevo tipo de sociedad multicéntrica y deja a discrecionalidad del Presidente de la República la entrega de atributos claves como la personalidad jurídica.
Los cambios que se quieren implementar actualmente en torno a esta legislación, por medio del Proyecto Ley de Participación Ciudadana, potencian la formación y estructura de las organizaciones sociales, les da mayor acceso a las personas sobre información de las actividades de las reparticiones públicas y hacen más expedita la existencia legal de las organizaciones. Sin embargo, no hace cambios sustantivos en la capacidad de incidencia de las personas y organizaciones en asuntos públicos.
Pareciera existir un temor de parte de las autoridades a darle más poder a la sociedad. Por dar un ejemplo, el proyecto no considera incorporar la iniciativa popular de ley como un mecanismo donde las propuestas de las personas sean consideradas. Esto a pesar de que en un comienzo se planteó esta reforma.
Obviamente, no se trata de plantear que la sociedad civil tiene que ser el nuevo legislador por excelencia. De lo que se trata de abrir espacios y generar instituciones para que las personas tengan la oportunidad de influir en la realidad social. Tal como se hizo con la reforma a la ley del consumidor donde se logró ampliar, a pesar del lobby de otros grupos de interés, las facultades de los consumidores y potenciar sus organizaciones para hacerlas más profesionales. Si se generan instituciones para dinamizar las organizaciones y para que la participación de las personas sea efectiva, estará en ellas elegir entre ser actores o espectadores. El asunto es crear esa opción.
*Socióloga y parte del equipo de Desarrollo Humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. Columna extraída de El Mostrador