“ES NECESARIO UN ROTUNDO RECHAZO A LA UNION HOMOSEXUAL”

Un estudiante de derecho de la Universidad Católica expresó con un extenso argumento jurídico y moral su oposición a la legalización de las parejas homosexuales. Sus ideas centrales sobre los nexos entre el Estados y la discriminación se exponen en este Rincón.

*Por Gabriel A. Cisternas Centeno

La existencia de personas que experimentan una atracción sexual exclusiva o predominante hacia otras del mismo sexo es un hecho conocido a través de los siglos y de las culturas. Hoy los medios de comunicación nos informan con cierta frecuencia de las acciones emprendidas por agrupaciones de personas homosexuales en diversos lugares del mundo, también en Chile, con el fin de conseguir ser tratadas del mismo modo que las personas heterosexuales.

A este respecto debo decir, en primer lugar, que es deplorable que las personas homosexuales sean todavía objeto de expresiones malévolas y, mucho más, de acciones violentas. Debemos condenar con firmeza estos comportamientos que ignoran la dignidad de las personas y lesionan los principios más elementales de la buena convivencia civil.

Pero hemos de decir también que no se puede pedir a la sociedad que reconozca la condición o el comportamiento homosexual como una modalidad del ser humano comparable, por ejemplo, a las diferencias naturales de sexo. Denunciamos como engañoso el intento de hacer creer a la opinión pública que determinadas restricciones legales, como la prohibición del matrimonio y la imposibilidad de heredar, sean “discriminaciones injustas” para las personas homosexuales.

Estas prohibiciones serían injustas si se aplicaran por causa de la raza, del origen étnico, del sexo, etc., pero no lo son en este caso. Las personas homosexuales, en cuanto personas humanas, tienen los mismos derechos que todas las demás personas. Entre los demás derechos, todas las personas tienen el derecho al trabajo, a la vivienda, etc. Estos derechos son, en efecto, suyos en cuanto personas, no en virtud de su orientación sexual. En cambio, la orientación sexual sí que ha de ser tenida en cuenta por el legislador en cuestiones directamente relacionadas con ella, como es el caso, ante todo, del matrimonio y de la familia. ¿Con qué criterios y en qué sentido?

MATRIMONIO HETEROSEXUAL Y ESTADO

Consideremos de entrada el matrimonio entre hombre y mujer y preguntémonos si precisa este matrimonio el reconocimiento o apoyo del Estado para que exista. Sabemos que no: el matrimonio y la familia existen mucho antes que el Estado, en el orden cronológico, en el social, y también en el orden ontológico.

Entonces, ¿por qué han decidido todos los estados reconocer y beneficiar el matrimonio entre hombre y mujer? Si no es para crearlo, ¿por qué le dan reconocimiento y legitimación explícita? Alguno podrá argumentar que quizá sea para darle un sello oficial de aprobación o de validez. Podría ser esta parte de la razón en algunos estados teocráticos, pero no en la gran mayoría de los que hoy reconocen y legitiman el matrimonio heterosexual, porque la mayoría de estos estados son no-confesionales, democráticos y libres.

Por otra parte, si el apoyo moral o religioso fuera el fin de su reconocimiento, habría que preguntar por qué el Estado no da apoyo oficial a otros importantes vínculos religiosos -como la ordenación de los sacerdotes o el voto de los monjes- o a las muchas amistades que forman la base de la sociedad civil. ¿Por qué no hay un registro oficial de amistades donde podamos apuntarnos cada vez que tengamos nuevos amigos o amigas?

La respuesta es evidente. El Estado tiene un interés especial en la unión entre hombre y mujer porque es el único vínculo que puede generar nuevos seres humanos, seres indefensos pero imprescindibles para la comunidad. Este interés especial no implica una desaprobación estatal indirecta de los monjes ni de los amigos en general.

Es verdad que hay cierto sello simbólico a favor de la familia en la que se enmarca el matrimonio entre hombre y mujer, pero este sello moral no es el fin que el Estado persigue; se trata solamente de un efecto secundario. La meta del reconocimiento y de la legitimación jurídica del matrimonio heterosexual por parte del Estado es el bien de los hijos. Y este bien se quiere por razones evidentes a todos: si no se protegen y no se educan con cuidado, y por muchos años, no tendremos una nueva generación de ciudadanos capaces de asumir su papel en la libertad ordenada que es la democracia.

Por eso se proponen ventajas especiales para la amistad matrimonial, para que la gente forme y conserve esta amistad a pesar de las dificultades que puedan surgir. Estas ventajas pueden y deben reflejarse, y así ocurre en la mayoría de los países, en el reparto equitativo de las cargas fiscales, en el acceso a las ventajas de la seguridad social, y en el derecho civil en general. Dado que las parejas matrimoniales cumplen el papel de garantizar el orden de la procreación y son por lo tanto de eminente interés público, el derecho civil les confiere un reconocimiento institucional.

UNION HOMOSEXUAL Y ORDEN JURIDICO

Las uniones homosexuales, por el contrario, no exigen una específica atención por parte del ordenamiento jurídico, porque no cumplen dicho papel para el bien común.

Es falso el argumento según el cual la legalización de las uniones homosexuales sería necesaria para evitar que los convivientes, por el simple hecho de su convivencia homosexual, pierdan el efectivo reconocimiento de los derechos comunes que tienen en cuanto personas y ciudadanos.

En realidad, como todos los ciudadanos, también ellos, gracias a su autonomía privada, pueden siempre recurrir al derecho común para obtener la tutela de situaciones jurídicas de interés recíproco. Por el contrario, constituye una grave injusticia sacrificar el bien común y el derecho de la familia con el fin de obtener bienes que pueden y deben ser garantizados por vías que no dañen a la generalidad del cuerpo social.

Es sorprendente cómo nos olvidamos de ello cuando se trata de legitimar como familia las uniones entre personas del mismo sexo. Por ejemplo, se dice a menudo que los homosexuales no tienen libertad de casarse y de tener una vida familiar normal y que, por tanto, hay que adecuar una legislación para que ello sea posible. Pero no es cierto. Lo mismo que el matrimonio heterosexual ya existe antes de cualquier reconocimiento estatal, las amistades homosexuales también pueden existir sin certificación oficial. No certificar no es prohibir. Tanto los gays y las lesbianas como los monjes tienen plena libertad de hacer votos de fidelidad sin pedir permiso a estado alguno.

Una vez que se ha conseguido la no punibilidad de sus actos sexuales, los homosexuales no pueden decir que haya obstáculo alguno que les impida formar uniones permanentes de amistad a su libre arbitrio.

Entonces, ¿por qué seguir debatiendo la cuestión? ¿Qué se pretende? Otra vez la respuesta resulta clara. Quieren los beneficios indirectos y directos que el Estado da a los matrimonios entre hombre y mujer en orden a la conformación de familias. Se pide el “sello de aprobación” que tiene la familia tradicional. Pero esta pretensión resulta de un malentendido. La aprobación estatal que tiene la familia es solamente para que logre criar bien a los hijos, no para que goce de algún estatus religioso o moral. El Estado moderno no tiene ningún propósito directo en dar sellos aprobatorios a ciertos tipos de amistades ni a ritos particulares de iniciación, ya sean primeras comuniones o bailes de debutantes.

En el caso que nos ocupa el Estado presume que las personas adultas no precisan permisos morales especiales para el ejercicio de su libertad. Proponer que el Estado dé tales sellos y permisos es proponer volver a un estado pre-democrático y pre-liberal. No obstante, vemos que se sigue insistiendo en que el Estado reconozca o legitime unos permisos morales concretos y explícitos referidos a las uniones homosexuales, ¿por qué?…

Aparte de la necesidad de intervenir en la vida privada para proteger a los niños, el Estado debe abstenerse de cualquier otra intervención en los ámbitos afectivos. No debe pretender certificar oficialmente todas y cada una de las amistades aprobadas o amparadas por la comunidad donde se den. La razón de esta abstención no es solamente guardar la pureza de la doctrina liberal sobre la no injerencia. La razón fundamental es la protección que el igual trato debe de brindar a cualquier unión, es decir: el principio de no discriminación.

La sanción legitimadora de la unión homosexual por el poder estatal sería injusta para todos los otros estilos de vida que también pueden aspirar a disfrutar del beneficio de la legitimación familiar y que ahora quedan fuera de la sanción estatal.

Hablamos aquí no sólo de los monjes que pueden aspirar a constituir una familia monacal, sino también de las muchas y variadas combinaciones de personas y fines que puedan darse al albur de la libertad de elección. ¿Cómo podemos excluir, por ejemplo, a la poligamia u otras formas de matrimonio plural, o a las “comunas de amor libre “si vuelven a estar de moda? Incluso ¿por qué quedarnos solamente con las uniones afectivas en las que hay contacto físico aunque solo sea visual? ¿Por qué no certificar todas las amistades o uniones que la gente quiera registrar, incluso las virtuales?

En este contexto conviene que traigamos a colación con mención explícita las distintas situaciones que pueden presentarse en tiempos más o menos cercanos, dadas las razones de legitimación que ampara el principio de no discriminación consagrado en casi todos los ordenamientos jurídicos del mundo. La pregunta que nos hacemos es ¿hasta dónde podemos legitimar sin discriminar?

LEGITIMIDAD Y NO DISCRIMINACION

Veamos a lo que nos referimos en el supuesto de que no nos paramos en la heteromonogamia (matrimonio de uno con una) sino que intentamos abarcar, con el propósito de no discriminar, todas las situaciones posibles que puedan darse o se dan en la vida real.

Para no discriminar tendríamos que legitimar, además del matrimonio de uno con uno y de una con una, el de uno con unos, el de una con unas, la promiscuidad. Y todo ello sin incorporar casos de uniones legitimables en las que incorporemos a humanos no adultos, a no humanos de las distintas especies, o, incluso a medio humanos (ya que las posibilidades de hibridación que nos avanza la manipulación genética son cada vez más numerosas).

Siendo esto así, parece claro que cuando las leyes no legitiman el comportamiento homosexual, lejos de tratar injustamente a nadie, responden a la norma moral y tutelan el bien común de la sociedad. Y, a la inversa, las leyes que lo legitimaran carecerían de toda base ética, y ejercerían un efecto “pedagógico” negativo tendente a socavar el bien común.

El comportamiento homosexual separa la sexualidad tanto de su significado procreador como de su profundo sentido unitivo, que son las dos dimensiones básicas de su naturaleza misma.

Los actos homosexuales no sólo son de por sí incapaces de generar nueva vida, sino que, además, por no proceder de una verdadera complementariedad sexual, son también incapaces de contribuir a una plena comunión interpersonal en una sola carne.

Las relaciones homosexuales carecen necesariamente, por su propia naturaleza, de las dimensiones unitiva y procreadora propias de la sexualidad humana. Ahora bien, ellas son las que hacen de la unión corporal del varón y de la mujer la expresión del amor por el que dos personas se entregan la una a la otra de tal modo que esa mutua donación se convierte en el lugar natural de la acogida de nuevas vidas personales. Debe rechazarse la tentación de extender al infinito la lista de uniones que pueden recibir el sello y apoyo de la comunidad.

Nuestras palabras finales, como resumen, son las siguientes: en el presente y futuro del debate sobre la familia lo más importante es tener muy claro qué no es familia. Sólo teniendo claro este punto podremos dar eficaz protección y amparo a los seres más amables, a las criaturas más

necesitadas, a las personas mejor preparadas para el regalo y el amor.

Solo en la medida en que separemos la familia de otras situaciones podremos dar a los niños, nuestros hijos, lo que nuestros mayores nos dieron a nosotros: un mundo dónde vivir, querer y morir como humanos. Esperemos que así sea y que para ello rectifiquemos algunos errores que ya han empezado a diseminarse entre nosotros.

Ante el reconocimiento legal de las uniones homosexuales, o la equiparación legal de éstas al matrimonio con acceso a los derechos propios del mismo, es necesario oponerse en forma clara e incisiva.

*Estudiante de Derecho, Pontificia Universidad Católica de Chile.