Tomás Moulian, columnista.
El giro de la Iglesia Católica está marcado por una obsesión represiva y por un terrorismo moral. Sus caballos de batalla son la lucha contra el divorcio, contra los anticonceptivos, contra la aceptación de la diferencia sexual.
Por Tomás Moulián, sociólogo.

Hace años, podríamos hablar en forma metafórica de siglos, que Chile espera un remezón cultural. Ese terremoto consiste en eliminar o por lo menos limitar el poderío cultural de la Iglesia Católica y su moralina sexual.
Nadie puede desconocer el papel central de esa institución religiosa en la lucha contra la Dictadura y, desde mucho antes, en la sensibilización de la sociedad chilena hacia los temas de la solidaridad y de la justicia social.
El papel conservador de la Iglesia Católica y su colusión con los sectores oligárquicos empezó a debilitarse a fines de la década de los 30 del siglo pasado. Una serie de jóvenes inspirados en las encíclicas sociales, cuya punta de lanza fue la Rerum Novarum publicada en 1891 y la neo escolástica francesa, crearon un partido político de inspiración social cristiana. Después de una larga lucha de cerca de 20 años lograron conectarse con las evoluciones de la iglesia mundial y constituirse en una alternativa política válida para los católicos.
Es evidente que el rol entonces progresista de la Iglesia Católica fortaleció, en una sociedad que de manera creciente favorecía una política de cambios, su influencia cultural y política. En otras partes de América Latina, donde la Iglesia no jugó ese papel, como en Argentina, su significación es hoy día mucho menor.
Es palmario además que la vida bajo la Dictadura habría sido aún más terrible de lo que fue si una parte significativa de los obispos no hubieran tomado el camino de la defensa de los derechos humanos. El problema de hoy es que esa misma Iglesia ha dado un giro, el cual está marcado por una obsesión represiva. Sus caballos de batalla son la lucha contra el divorcio, contra los anticonceptivos, contra la aceptación de la diferencia sexual.
En su combate por imponer su moralidad sexual no trepida en usar las armas del terrorismo moral, tratando de crear la sensación de que la salud espiritual de Chile depende de que no se aprueba un divorcio liberal, de que no se usen anticonceptivos.
En realidad existe una profunda crisis moral de Chile, pero nada tiene que ver con los paseos de una colegiala desnuda ni con la permisividad sexual. Tiene mucho más que ver con la pérdida o, por lo menos, con el profundo deterioro de los valores de la solidaridad. Tiene mucho más que ver con el hecho que quienes dicen profesar una religión, en la cual el amor al prójimo debería traducirse en una práctica concreta, se ha convertido hoy en una religión que casi no habla de la injusticia social.
El desgarro espiritual de Chile en nada se relaciona con las presuntas políticas permisivas hacia la sexualidad y las prácticas disolventes de la familia que serían favorecidas por grupos liberales o relativistas. Las amenazas contra la familia y contra su rol indispensable de contención afectiva y de refugio provienen en realidad de la desigualdad, de la miseria extendida, de la incertidumbre ante la pérdida del empleo, de la imposibilidad de progresar pese al esfuerzo desplegado.
Da ira y pena ver a la Iglesia Católica perdiendo el tiempo en esas batallas absurdas. Esa primacía de la ética sexual represiva y conservadora pervierte la verdadera jerarquía de los bienes morales, cuestión que debería preocupar a la Iglesia.
El papel de esa institución religiosa debería estar colocado en otro lugar: en la crítica a la inhumanidad del sistema. La cultura burguesa imperante es antagónica con la cultura del catolicismo. Esta tiene su centro en las categorías de persona, de bien común, de justicia social, de solidaridad y amor al prójimo, mientras la otra tiene en su centro la competencia, el cálculo instrumental.
Mientras esto ocurre, la Iglesia se preocupa de reprimir y poner cortapisas a la libertad de los hombres de vivir libre y responsablemente su sexualidad.